 |
José Maceo. |
Contaba el general Enrique Loynaz del Castillo las peripecias de la boda de su gran amigo José Maceo, el León de Oriente.
Como se conoce, muchos personajes de la Guerra Grande, en el período de la tregua que antecede a 1895, emigraron a San José de Costa Rica. La ciudad de San José conservaba tradiciones religiosas, hasta impedir que los feligreses recibieran el sacramento del matrimonio sin dispensar el alma con el bautismo y la confesión.
Pero José Maceo no quiso resignarse a la costumbre. Sin medir las consecuencias, el general estaba enamorado y debió pensar muchas veces en la ceremonia que imponían las tradiciones católicas: confesar sus travesuras y llevar a la novia al altar de la parroquia.
La mayoría de los sacerdotes de Costa Rica eran novicios españoles y constantemente el jefe se preguntaba: ¿Confesarme yo, yo mismo José Maceo, ante un cura gallego? ¿Decirle mis secretos a un español enemigo?
Solo encontró una salida a su dilema: el rapto de la novia, y un buen día el alto militar se interna en los campos, sin la bendición eclesiástica, con la novia a grupa de su potro.
El escándalo corrió por toda la urbe. Un exiliado había raptado a la linda novia sin respetar las convenciones sociales. El general Antonio Maceo, se vio abrumado por las comidillas. Entonces, llamó a Loynaz del Castillo: “Tú eres su loquero - le dijo- convence a José que se case”.
El general Loynaz fue a buscar al apasionado compañero, al que halló junto a la novia, comiendo bajo el alero de un rancho campestre.
El diplomático emisario usó toda su argucia para convencer al caudillo. Sin embargo, José parecía inaccesible.
“Me casaría -le manifestó José- si no tuviera que confesarme, porque yo no le digo mis cosas a ningún cura gallego”.
Por fin cedió a la promesa de que le buscaran un sacerdote bondadoso y discreto, que hiciera pocas preguntas. Los tres regresaron a la ciudad; Enrique Loynaz, José Maceo y la novia. El clérigo esperaba en la parroquia. Todos observaban satisfechos el instante de la penitencia arrodillado ante el párroco, José hablaba en voz baja. De pronto, con sorpresa para todos, se oye la voz de José que retumba como un trueno:
-“¿A mí, padre, me pregunta usted que si he matado? A mí, que luché diez años por la independencia de Cuba. ¡Claro que sí! Por cierto que en una ocasión me tocó matar a un curita gordo y gallego como usted”.
La nueva intervención de los patriotas Enrique Loynaz del Castillo y Antonio Maceo lograron convencer al aterrorizado sacerdote que continuara su misión. Antonio rebosaba de alegría. La boda de José se efectuó en su propia casa. El general Loynaz firmó el acta matrimonial como padrino y todos los cubanos exiliados fueron los testigos del casamiento del León de Oriente.