Un médico viejo y sabio me recalcó una vez que la peor enfermedad del siglo XXI no es el VIH-SIDA ni el cáncer, tampoco los males reemergentes, como la tuberculosis. El peor flagelo es la droga, por el condicionamiento de voluntariedad que tenía su consumo. Es decir, la drogadicción es una enfermedad seleccionada por el propio enfermo.
La droga seduce por la fama que la precede en rumores que potencian la ancestral táctica de tentar ante lo prohibido: sus cacareadas posibilidades de experimentar nuevas sensaciones. Este es precisamente su mayor peligro, pues los seres humanos percibimos el mundo involucrando el más sensible sistema biológico del cuerpo: el Sistema Nervioso Central.
O sea, se trata de consumir sustancias que vulneran la vía directa de comunicación con el mundo exterior. Pues el Sistema Nervioso Central también constituye nuestra mayor protección, al poseer la capacidad de reacción necesaria para evitar y remediar daños que proceden de fuera de nuestro cuerpo, tanto como para lograr placeres y recompensas afectivas.
Por tanto, se ponen en riesgo las relaciones sociales, humanas, de amistad, de amor y hasta de aversión –cuando lo amerita por necesidades defensivas- hacia nuestros congéneres, uno de los peores retos del consumo al negar nuestra esencia como seres sociales.
Como consecuencia, uno de los más preocupantes síntomas del consumo de drogas es el cambio de amistades. Se abandonan aquellas que a través del tiempo nos han apoyado y confortado, quienes también han recibido nuestro cariño y preocupación, y se selecciona cualquier persona que pueda suministrar las consabidas sustancias, sin tener en cuenta su catadura moral, sus virtudes y valores, su interés real en nuestro desarrollo como seres humanos.
Poco a poco nos arrastramos al abismo, sin apenas darnos cuenta, y la diversión se va tornando, cada vez más aceleradamente, en ansiedad y desesperación sin que nadie pueda evitarlo, pues la involución es lenta y, en muchas ocasiones, poco perceptible.
Nos hacemos esclavos de un producto químico, un dios cuya fórmula encadena nuestra mente, nuestra vida y nos hace ejecutar obras deleznables con tal de lograr el monto necesario para adquirir más sustancias y seguir consumiendo, en un ciclo maligno sin fin. En plena obnubilación de nuestra personalidad, seremos capaces de robar y maltratar a nuestros seres más queridos, provocaremos el rechazo y la tristeza de nuestros padres y familiares, de nuestros mejores amigos.
La droga quebrantará nuestros principios y de pronto nos hallaremos dando explicaciones conformes y promoción abundante y aparentemente convincente a lo que, en un estado de sobriedad intelectual, nunca hubiésemos atendido siquiera o nos hubiera causado malestar escuchar, e incluso tendríamos las armas lógicas para apartarlo de nuestra vida.
Pero ya estamos encadenados, y solo los más cercanos y nobles amigos, pareja o familiares nos harán retornar mediante tratamiento médico al camino de la vida, porque ese otro seleccionado por nuestra voluntad solo lleva a la locura, la desestabilización mental y la muerte por suicidio o sobredosis.
El peligro del consumo de drogas aumenta cada día, debido a lo poco preparados que se encuentran los públicos, meta de los proveedores, para el rechazo, y lo abundante y variada que va siendo su presentación en el mundo. La propaganda que la acompaña no puede ser más atractiva, y hace diana sin interesar en clases sociales, países o formación profesional, aunque algunas ocupaciones priman en las estadísticas, como es el caso de los propios médicos, debido a su cercanía a muchas de estas sustancias.
Un efectivo mensaje de la televisión cubana ofrece el siguiente texto: 111, comienza con uno, sigue con uno y acaba con uno. Una fórmula muy ilustrativa, por eso es mejor cultivar la asertividad para, desde el mismo momento del ofrecimiento, ya sea por una mano cercana o extraña, ser capaz de decir No al consumo de drogas. Mejor ni empezar.
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