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Algunos discos de Rubén González
Por: Sigfredo Ariel


Lo vi entrar al viejo estudio de la calle San Miguel uno de los primeros días de 1996 «para hacer un solito», dijo en la puerta. Enriqueta Almanza había pensado en él para tocar en La última noche, el famoso bolero-mambo de Bobby Collazo, en el nuevo disco de Omara Portuondo porque «aquí hace falta el tumbao de Rubén». Enriqueta producía aquellas grabaciones. Alguien expresó sus dudas: ¿Podrá? ¡Cómo no va a poder!, dijo ella. En eso llegó Rubén. Andaba con dificultad y sonreía todo el tiempo. Saludaba a conocidos y desconocidos, porque ya en su memoria se comenzaban a confundir. Hacía tiempo que no trabajaba, por la artritis. Tengo entendido que para entonces el viejo piano de su casa había sido devastado por el comején.

Tocó La última noche, bien, sabrosamente, como toda la vida y luego siguió con los dedos en el teclado mientras los presentes se acercaban a conversar, a preguntarle cómo te va Rubén, y sobre todo, a recordar pasadas travesuras entre músicos en un carnaval, un baile remoto, una actuación en Japón años atrás. No existe pausa en grabación alguna en la que no se repita mil veces ¿te acuerdas? ¿te acuerdas? y esta no fue la excepción. Mientras le hablaban, Rubén «ponía» cualquier cosa en el piano –fragmentos de danzones, montunos o songs del estilo de All The Things You Are– sin prestar mucha atención a las palabras. Este hombre tocó con Arsenio Rodríguez, Dios mío, pensaba yo.

 


Aquellos días del año 96 iban a ser decisivos para la vida de algunas de las personas que fueron llamadas a participar en aquel disco de Omara Portuondo (entre ellos, el trombonista Jesús Aguaje Ramos, el percusionista Amadito Valdés, el trompetista Manuel Guajiro Mirabal, el bajista Orlando Cachaíto López y la propia cantante) pues en marzo, también en los estudios de San Miguel, se grabarían los discos A toda Cuba le gusta y Buena Vista Social Club, gracias a la diligencia de Juan de Marcos González, que en tiempo récord –pues el estudio estaba contratado– concibió un nutrido y variopinto staff, tras la imposibilidad de realizar el proyecto original de Ry Cooder y el productor Nick Gold de reunir en La Habana a un grupo de músicos de Mali para tocar música cubana. Al los africanos quedar varados en París por dificultades con sus documentos migratorios, la guitarra slide Ry Cooder y el extraño drum de su hijo Joachim se integraron a un elenco formado básicamente por veteranos músicos populares de Cuba: Compay Segundo, Cachaíto, Pío Leyva, Ibrahím, Puntillita… y Rubén.

Tras la publicación de A toda Cuba…, el premiado Buena Vista…, y del exitoso Introducing Rubén González, (en el cual el pianista actúa con un formato mínimo y ganó un Grammy Award 2000), Cooder declaró a la prensa que era «el más grande solista de piano que he escuchado en mi vida. Un cruce cubano entre Thelonius Monk y el gato Félix». La festinada frase se ha repetido en muchísimos idiomas desde entonces.

Tuve la suerte de estar cerca de Rubén González en la preparación de su disco Chanchullo (2000), su segundo como titular para la firma World Circuit. Lo visitaba a menudo en su casa y salimos algunas veces, siempre en viejos carros de alquiler. Hablábamos mucho, todo el tiempo. Le llevaba grabaciones antiguas para escucharlas juntos: «oye qué bien toca Anselmo Sacasas, qué gusto, qué cubanía. Intenta conseguir algún disco de la orquesta de Belisario López con Facundo Rivero, vas a ver qué pianista ése... tremendo tipo». El mayor halago que podría dedicarle a alguien era «suena muy cubano», pero no prodigaba esa distinción.

Una tarde lo acompañé hasta la casa de su amigo Senén Suárez, con quien muchos años atrás había tocado en el conjunto de Grenet en Tropicana y escrito con él Melodía del río. Quería grabar en un nuevo disco Melodía del Riviera, de Senén, música que estuvo tarareando por varios días, y creo que después olvidó, como tantas otras cosas que se disolvían en su memoria. La urgencia con que se sucedían actuaciones, ensayos, grabaciones y entrevistas constantes lo aturdían un poco, aunque ya por entonces no creo que tuviera demasiada conciencia de lo que sucedía con su trabajo. Alcanzar celebridad mundial en el umbral de los ochenta años de edad no ha de ser cosa de juego.

Le encantaban los hot dogs y tomar leche fría. Cuando se sentaba al piano que tenía por aquellos años –instrumento electrónico que simulaba a la perfección el sonido acústico– tocaba, primero, El cadete constitucional, no sé si porque sentía predilección por ese danzón, Si te contara, mezclado con su Como siento yo y Laura, song a la que le intercalaba pasajes de un nocturno de Chopin: «cada nota de ese polaco es una gota de su sangre». En 1974 grabó un disco de boleros destinado a Radio Enciclopedia, que no es mejor por la tendencia a utilizar en algunos tracks el sonido del órgano eléctrico, algo novedoso en aquellos años. Algún buen solo quedó en sus grabaciones con el Noneto de Jazz de Pucho Escalante en los años 60 y muy pocos y breves en los discos con la orquesta de Enrique Jorrín, en los que sí se encuentran excelentes orquestaciones suyas, de las mejores que conocieron las charangas de la época. Recomienzo también algunas grabaciones sueltas que hizo junto al bajista Fabián García (Fabiando), Los Papines (Descarga Papines), y las que realizó como arreglista y acompañante del injustamente hoy olvidado Carlos Embale. En la serie Estrellas de Areito (1979) está su desempeño mejor desarrollado, la extensión de su plenitud creativa en un libertario ambiente de «descarga», clima en el que Rubén se sentía a sus anchas, lo cual es evidente. No es casual que en medio de un extenso solo suyo, se escuche la voz de un músico que exclama: « ¡y eso que son dos manos!». Momentos brillantes de Rubén en esos álbumes –aún no editados en Cuba en soporte digital–: Mi amanecer campesino, Yo si como candela, Guaguancó a todos los barrios, El pregón de la montaña y Fefita.

A lo largo de muchos años Rubén González estuvo escribiendo sus memorias. Pienso que alguna vez verán la luz. Confío que estén en buenas manos.

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