René Portocarrero y la universalidad de la pintura cubana

Cuando el 7 de abril de 1985 partió hacia la historia de forma definitiva, René Portocarrero ya era uno de los exponentes más destacados de la pintura cubana. Entre las distinciones y reconocimientos a su figura estuvieron la Orden Félix Varela, el Águila Azteca (la más alta distinción mexicana) y su nombramiento como miembro de honor de la Asociación Internacional de Artistas Plásticos de la Unesco.
La figuración de elementos barrocos en su conjunto pictórico siempre conservaron la traducción local de un acervo local, cercano, ante el cual Portocarrero erigió en poesía sus composiciones, nacidas al encuentro de su formación autodidacta en pleno vuelo de las condiciones expresivas que exploró.

En La cantidad hechizada, José Lezama Lima daba cuenta de la predilección del pintor por espacios y rincones de su ciudad natal, la que también permeó otras de sus realizaciones.
“En sus laberintos de figuras, Portocarrero preparaba la diversidad de asistencia a sus plazas, por eso necesitaba el ordenamiento medieval de la ciudad, donde se participa del crecimiento por el oficio, la ceremonia guerrera o religiosa, los juegos de armas. La plaza era el reducto de esos inmensos desfiles, ya de la concurrencia de los mercaderes, ya de la representación de autos sacramentales, de las mascaradas y los juglares, de los fastuosos colores de las estaciones germinativas y del sombrío frenesí de las danzas de la muerte. La plaza está utilizada por Portocarrero como un cuarzo mágico que le permite ver la delimitación de cada objeto en su unidad y los entrelazamientos de la diversidad”, y continúa detallando:
“Portocarrero ha pintado la Plaza de la Catedral en un día de festival. Graciosas parejas de criollos regocijados se abandonan a las ondulaciones de una de nuestras contradanzas. Todo el primer término está ocupado por una contingencia tumultuosa a la que la danza da ocupación, proporción y suave frenesí. La catedral, al fondo, no está tratada todavía en su ascensión gótica, sino con el desenvolvimiento curvilíneo de un pórtico barroco. Las ondulaciones de la danza parecen apoyarse en el barroco curvo, asimilador de toda la espaciosa diversidad de la horizontalidad. En la curvatura de las piedras del pórtico y de los cuerpos en la danza, la brisa, depurada por las colinas y las playas, extiende una matización voluptuosa de azules, oro moteado y franjas coralinas”.
Laboró como educador en el Estudio Libre de Pintura y Escultura hacia 1937. Sus dibujos aparecieron en revistas como Orígenes, Verbum y Espuela de Plata, e impartió clases de dibujo en la Cárcel de La Habana en 1942, donde realizó un mural religioso y dos óleos para la Iglesia de Bauta.
En 1944 realiza una serie sobre paisajes campesinos y realiza muestras en el Museo de Arte de Nueva York. Dos años más tarde realiza como una serie de pasteles sobre el tema de las fiestas populares. Por entonces decora piezas de cerámica en el taller de Santiago de las Vegas y recrea con esa técnica el mural Historia de las Antillas para el Habana Hilton. Otros murales en entidades similares durante su producción estarían también en el Hospital Nacional y el Teatro Nacional de Cuba.

Otra de sus series estuvo vinculada con las floras y las mujeres ornamentadas, ambas exhibidas en sus famosas recreaciones en la XXXIII Bienal de Venecia. Color de Cuba, otra de sus más reconocidas exposiciones, integra imágenes religiosas vinculadas con la santería cubana, figuras de carnaval y mujeres ornamentadas. Sobre el tópico también ahonda en otras muestras como Carnavales. En las notas al catálogo de la muestra Alejo Carpentier escribía: “(…) ha ido, con mano segura, al principio de las cosas, entendiendo que antes de lo reflejado, de lo alumbrado, estaban los elementos de un barroquismo en perpetuo acontecer, tan presente en el edificio colonial de patios profundos, en el entablamiento anaranjado por un crepúsculo, como en lo viviente y afanoso. Pero no se trataba, para él, de representar, sino de transcribir”.
En entrevista a la periodista e investigadora Mercedes Santos Moray, explicaba que: “(…) Ha habido, quizás, manifestaciones de todos los matices estéticos, desde los primitivos a los abstractos, del realismo al hiperrealismo; pero siempre con un deseo, una peculiar intención de hacer pintura objetivamente revolucionaria… Yo diría que mi pintura anterior a la Revolución tenía un dramatismo que se ha lavado (…) Nosotros nos tendemos hacia una cubana de proyección universal. Creo que todo lo que es autóctono, expresivo y auténtico, con esas bondades, se produce el verdadero universalismo”.
Sus consideraciones sobre el arte, al decir varios críticos, estuvo basado en el equilibrio de las formas y la colografía, ambos inscritos en el ambiente caótico presente en gran parte de sus creaciones, sin renunciar a la conjunción armónica de sus elementos, a la composición de formas y la superposición de colores en las narraciones de cada escena y en las exposiciones de los temas.
Con una marca sucedánea en la historia del arte cubano del siglo XX, Portocarrero nutrió la figuración de colores con un estilo barroco en sus orígenes. Inscritos en ellos, los elementos comunes y particulares de su expresión artística perviven ajenos al paso del tiempo en el universo del arte que él enriqueció durante su vida.