José Dolores White Laffite: El Paganini Cubano

José Dolores White Laffite: El Paganini Cubano
Foto tomada de Cuba en la memoria

El mundo de la música del siglo XIX, dominado por compositores e intérpretes europeos, fue sacudido por el genio de un joven mulato nacido en Matanzas. José Silvestre de los Dolores White Laffite (1836-1918) trascendió las barreras del racismo y el colonialismo para convertirse no solo en un virtuoso del violín aclamado internacionalmente, sino en un pilar fundacional de la identidad musical cubana.

Su vida es un relato de talento desbordante, éxitos resonantes en los escenarios más exigentes de Europa y América, y un compromiso inquebrantable con sus raíces. En un siglo donde las oportunidades para un artista afrodescendiente eran limitadas, White Laffite se forjó un lugar en la historia y legó una obra que aún hoy vibra con los ritmos de la isla.

Nació en Matanzas, hijo de Carlos White, un comerciante francés aficionado al violín, y de María Escolástica, una mujer afrocubana y ex esclava. Demostró una afinidad pasmosa por el instrumento desde antes de cumplir cinco años y recibió las primeras lecciones de su padre. Su talento precoz pronto requirió maestros más especializados.

Su formación inicial en Cuba, sin embargo, estuvo marcada por la violencia del régimen colonial. Uno de sus primeros profesores, el violinista negro José Miguel Román, fue ejecutado en 1844 durante la represión conocida como la Conspiración de la Escalera. A pesar de este trauma, White continuó sus estudios con el maestro belga Pedro Lecerf (también referido como Haserf).

Para los 19 años, ya dominaba dieciséis instrumentos, incluyendo viola, cello, contrabajo, piano, guitarra y diversos instrumentos de viento. Su carrera profesional despegó en marzo de 1854 con un concierto en el Teatro Principal de Matanzas, donde fue acompañado por el célebre pianista estadounidense Louis Moreau Gottschalk.

Gottschalk, impresionado por su destreza, fue fundamental en el futuro del joven: organizó el concierto para recaudar fondos y lo animó a perfeccionar sus estudios en Europa.

En 1855, White llegó a París e ingresó al prestigioso Conservatorio, donde recibió clases del renombrado violinista Jean-Delphin Alard. Su ascenso fue meteórico. En julio de 1856, tras solo un año de estudio, obtuvo el primer premio del concurso del Conservatorio.

El juicio del jurado fue unánime, pero la historia detrás es reveladora. Según una crónica de la época publicada en La Gazzette Musicale, White era el último de veinte concursantes en tocar. El jurado, fatigado de escuchar repetidamente el mismo concierto, quedó subyugado cuando el joven cubano lo ejecutó: “El señor White se presentó como viejísimo concursante… Aborda a su vez el repetido concierto que desde ese instante se convierte en una obra nueva”. La crítica parisina se preguntaba, maravillada: “¿Cómo este hijo de la virgen de América se ha hecho el émulo de los más grandes violinistas conocidos en Europa?”. En la capital mundial de la música, José White no solo había ganado un concurso; había anunciado la llegada de un genio.

La fama de White se construyó sobre una base técnica impecable y una profundidad interpretativa que iba más allá del mero virtuosismo. La crítica especializada de su tiempo destaca su dominio absoluto del instrumento, la técnica depurada, el estilo sobrio y elegante, la maestría en dobles cuerdas y la comunicación con el público. Su repertorio fue vasto y ecléctico, se adaptaba con inteligencia a los diferentes públicos que encontraba en sus giras globales. En Cuba, incluía Fantasías sobre temas de óperas (como Nabuco o El Trovador de Verdi) y, crucialmente, obras de carácter nacional.

Entre estas últimas destacaba su Popurrí de aires cubanos, una obra que, según testimonios de la época, hacía “palpitar el alma de la tierra amada” y el público solía pedir que repitiera. En Europa, desplegaba piezas de Bach, Beethoven, Mozart y los grandes románticos, además de obras de dificultad extrema como las Variaciones sobre el Carnaval de Venecia.

Las impresiones que causaba fueron recogidas por las principales publicaciones musicales de Europa y América. El crítico Víctor Cochinat lo describió en 1872 no solo como un intérprete, sino como “un pensador… uno de aquellos portadores de la lira, Orfeo contemporáneo”.

Pero quizás la valoración más profunda y emotiva provino de su compatriota José Martí, quien lo escuchó en México en 1875. En tres artículos para la Revista Universal, Martí dedicó palabras inmortales al arte de White. Para el Apóstol, la música del violinista era una experiencia trascendental: “(…) toda pena se olvida, todo dolor se alivia, todo amor se sueña”. Martí captó la esencia de su genio. Al describir su interpretación en el Carnaval de Venecia afirmó que las notas “ya no gimen ni resbalan, —salpican, saltan, brotan: allí encadenan voluntad y admiración”. Y concluyó con una sentencia que honraba el origen compartido: “Yo honro en él a la vigorosa inspiración, y la ternura y la riqueza de mi tierra queridísima cubana. Él debe el genio al alma, y el alma al fuego que la incendió y la calentó”.

Entre su catálogo de más de treinta composiciones, que incluye un Concierto para violín en fa menor, un Cuarteto de cuerdas y numerosas piezas de salón, una obra se ha erigido como símbolo imperecedero: La bella cubana. Compuesta originalmente para dos violines y piano, esta habanera está considerada por musicólogos como la más bella de las habaneras que se escribieran jamás y una de las tres canciones más emblemáticas de la cubanía. Con ella cristalizó la síntesis de la formación académica europea con ritmos, giros melódicos y el sentimiento de la música cubana. No fue un exotismo superficial, sino una integración orgánica que demostraba que los elementos de la cultura isleña tenían cabida y podían brillar en las formas musicales más elevadas.

La carrera de White fue profundamente itinerante, una sucesión de giras triunfales que lo establecieron como una figura global. Tras sus primeros éxitos en París, regresó a Cuba entre 1858 y 1860. Luego vivió en París de 1861 a 1874, ciudad en donde fue miembro de la Sociedad de Conciertos del Conservatorio y cofundó varios ensambles de cámara.

Una gira por Estados Unidos en 1875 lo llevó a ser el primer solista de ascendencia africana en tocar con la Filarmónica de Nueva York, orquesta que lo acompañó en marzo de 1876. La crítica norteamericana lo elogió sin reservas: “Su estilo es la propia perfección… su interpretación es mejor que la de Ole Bull, posee más sentimentalismo que Wieniawski”.

Su compromiso político, sin embargo, truncó su permanencia en la patria. Durante su última estancia en Cuba en 1875, ofreció conciertos junto al pianista Ignacio Cervantes para recaudar fondos para el Ejército Libertador. Descubiertos por las autoridades coloniales españolas, ambos músicos fueron conminados a abandonar la isla y partieron al exilio.

Esta gira del exilio fue monumental: México, Panamá, Venezuela, Perú, Chile, Argentina y Uruguay. Finalmente, en 1877 llegó a Brasil, donde desarrolló una de las etapas más fructíferas de su vida. En Río de Janeiro, White fue nombrado director del Conservatorio Imperial y trabajó como músico de la corte del emperador Pedro II. Allí fundó la Sociedad de Conciertos Clásicos, disciplinó orquestas y dejó una huella pedagógica profunda. Permaneció 15 años, hasta la abdicación del emperador en 1889, momento en que regresó a París.

En París, White pasó sus últimos años como respetado profesor y jurado en concursos del Conservatorio. Entre sus alumnos se cuentan figuras de la talla del violinista francés Jacques Thibaud y, especialmente, el genio rumano George Enescu, un legado pedagógico que extiende su influencia a través de las generaciones.

Falleció el 15 de marzo de 1918, en la misma ciudad que lo consagró como astro mundial décadas atrás.

José White Laffite no fue solo un fenómeno de la técnica; fue un puente sonoro entre Cuba y el mundo, un hombre cuyo violín cantó con acento propio en los foros más exigentes y dejó una estela de perlas sonoras que, como su inmortal habanera, siguen resonando con la ternura y el fuego de su tierra.

Lázaro Hernández Rey