Las razones inaplazables del heroico asalto al Moncada

Para poder comprender las razones que llevaron a los asaltos a los cuarteles Moncada (de Santiago de Cuba) y Carlos Manuel de Céspedes (de Bayamo) el 26 de julio de 1953, hay que analizar con claridad meridiana la situación económica, política y social de Cuba a principios de la década de 1950, caracterizada por la completa penetración del imperialismo norteamericano en todos los sectores nacionales.
El subdesarrollo económico del país, evidenciado por una escasa industrialización y el monopolio azucarero, no alcanzaba mayor preocupación por parte de los gobernantes burgueses de turno, ocupados en enriquecerse inescrupulosamente de la noche a la mañana, con el saqueo sistemático de los fondos públicos. Los supuestos planes de desarrollo, tibiamente esbozados, no eran sino planes de creación y afianzamiento de una burguesía nacional que sirviera de apoyo a la oligarquía dominante.
El cuadro que presentaba la nación era deplorable: la miseria imperaba en ciudades y campos, existían cientos de miles de desocupados que vagaban en busca de plazas inexistentes de trabajo, la inmensa mayoría de la población rural y una gran parte de la urbana se hacinaban en viviendas inhabitables.
El pésimo sistema educacional marginaba a la mitad de la niñez en edad escolar y existía más de un millón de analfabetos, o sea, el 23% de la población del país en aquel tiempo.
La salud pública era víctima de un extraordinario abandono y la inmensa mayoría del pueblo padecía de todo tipo de enfermedades, sin recursos para adquirir medicamentos.
A esto se unía la proliferación del juego, la prostitución y el tráfico de drogas, que constituían lucrativos negocios controlados encubiertamente por personeros gubernamentales a través del gansterismo oficializado.
El 75% de las tierras cultivables del país pertenecían a un reducido número de latifundistas. Por esta época, ya se había consolidado el latifundio azucarero y estaban en incremento el ganadero y el arrocero.
A la par, el gobierno favorecía el aumento de la extracción de riquezas por parte de los monopolios norteamericanos. Cuba era entonces una semicolonia yanqui sometida a la voracidad imperial.
Siguiendo la política anticomunista trazada desde Washington, se había logrado dividir a la clase obrera y colocar al frente de sus organizaciones sindicales a falsos dirigentes, impuestos a la fuerza por las pandillas gansteriles del gobierno.
Esta situación se agudizó desde marzo de 1952, en vísperas de unas elecciones generales, con un nuevo ascenso al poder -producto de un golpe de estado- de Fulgencio Batista, el “hombre fuerte” del imperialismo en Cuba.
A partir de ese momento, se incrementarían las persecuciones políticas, los asesinatos de revolucionarios, la clausura de periódicos y estaciones de radio, así como el total amordazamiento de la opinión pública, destinados a aplastar todo intento de reivindicación de las masas explotadas.
La oposición del pueblo frente a aquel régimen no se hizo esperar. Los estudiantes, obreros, campesinos y otros sectores de la población empezaron a manifestarse contra aquella humillación a que habían sido sometidos. Los partidos burgueses tradicionales, supuestamente oposicionistas, acabaron de desacreditarse públicamente por sus vacilaciones y entendimientos con el nuevo régimen.
Atraídos por su común indignación ante los acontecimientos nacionales, se fue reuniendo un grupo de jóvenes, provenientes en su mayoría del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), partido político pequeñoburgués – liberal de tendencia progresista, fundado en 1947 por Eduardo Chibás, como un desprendimiento del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), que estaba en el poder.
En este grupo, que se conoció como Generación del Centenario, descolló, por sus indiscutibles cualidades de dirigente, el joven Fidel Castro, quien se convirtió en guía político y militar, en torno al cual se fueron aglutinando los que buscaban un camino verdadero de lucha revolucionaria.