La crítica honesta de Titón

Un día como hoy, en 1928, nació Tomás Gutiérrez Alea. Quien fuera considerado como el más grande cineasta cubano de todos los tiempos fue ajeno a las congratulaciones del ego, nacidas de elogios, distinciones y reconocimientos. Su trayectoria atestigua la labor de un hombre capaz de asumir con humildad y abnegación su pasión por el cine y defender la utopía revolucionaria sin prejuicios, con humanismo y amor, honestidad y compromiso.
Motivado por su padre estudió abogacía, sin embargo, sus intereses gravitaron sobre temas políticos y culturales. Luego de graduarse, en 1951, asistió al Centro Sperimentale di Cinematografia, en Roma. Allí cursó estudios junto a otros cineastas, entre los cuales estuvo Julio García Espinosa, y asumió muchos de los postulados de dicho centro.
Las enseñanzas no tardaron en materializar sus horizontes creativos, los cuales condujeron a la producción de El Mégano en 1954, uno de los referentes audiovisuales de la década en Cuba.
Tras el 1ro. de enero de 1959 participó en la fundación del Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficos (Icaic) junto a Santiago Álvarez, Alfredo Guevara, Antonio Briones y Saúl Yelín.
A diferencia de otras artes, el cine tenía otra significación. Era un instrumento valiosísimo de penetración de la realidad, como él explicó:
“El cine no es retratar simplemente (…) Te da la posibilidad de manipular distintos aspectos de la realidad, crear nuevos significados, y es en ese juego que uno aprende lo que es el mundo. Yo tenía muchas inclinaciones: por la música, por la literatura, por la pintura, incluso por las cosas manuales: la mecánica, la carpintería, los trucos de magia, todas esas fueron cosas que poblaron mi niñez. Tenía una aparente dispersión. Sin embargo, todo eso se sintetizaba en el cine y el día que tuve por primera vez una cámara de 8 milímetros en las manos fue la revelación, la certeza de lo que iba a ser, porque a través del cine podía desarrollar todas esas inclinaciones conjuntamente”.
Las producciones de Tomás irían evolucionando y sorprendiendo con los años. Historias de la Revolución, Las doce sillas, Cumbite, La muerte de un burócrata, Memorias del subdesarrollo, Una pelea cubana contra los demonios, De cierta manera, La última cena, Los sobrevivientes, Hasta cierto punto, Fresa y chocolate y Guantanamera representan una muestra excelsa de la obra de este realizador.
Prestigiada por clásicos de la filmografía cubana, su obra aparece hilvanada por elementos comunes y distintivos. Para la autora Julia Levin las críticas se vieron en la sátira y la ironía, y avanzaron por su conocimiento profundo de la naturaleza humana, de sus fortalezas y debilidades. Ese empeño, en opinión de la escritora, trajo una vitalidad y exuberancia sin precedentes en la cinematografía de la nación:
“Mostrando la cotidianidad y las personas que la habitaron, él fue capaz de dotarlos con todas las excentricidades del mundo sin parecer barato o cliché. Los filmes de Alea proveen acercamientos curiosos en la conformidad y la libertad, la madurez y la inmovilidad, lo político y lo personal, la cordura y el drama como componentes inextricables de un todo amplio y vivificante, que es la vida”.
El análisis del contexto y su cuestionamiento en base a los referentes ideales, no fueron para Alea una solución universal con la cual abordar las contradicciones y diatribas del proceso revolucionario: eran condiciones indispensables en aras de formar una cultura más enriquecida en el individuo.
“Creo que la crítica es fundamental en cualquier proceso de desarrollo. La única manera de que se desarrolle una sociedad es teniendo conciencia crítica de sus problemas. Cuando se cae en el juego de ocultar los aspectos feos de la sociedad, entonces estos se perpetúan. Y eso me parece que es lo peor que nos podría suceder. En esta Isla, a noventa millas de los Estados Unidos, país con el que existe una tensión muy grande, cuando ejercemos la crítica mucha gente salta y dice: si criticas nuestra realidad le estás dando armas al enemigo. Yo francamente no creo en eso. (…) Cuando el enemigo nos critica, nos critica para destruirnos; pero cuando nosotros criticamos nuestra realidad lo hacemos justamente para todo lo contrario, para mejorarla. Cuando uno adopta esta actitud y está consciente de la necesidad de la crítica, uno tiene que saber que a su vez también es objeto de crítica y de que va a recibir una respuesta. Hay un enfrentamiento, una lucha o, en el mejor de los casos, un diálogo, y creo que es lo más sano que nos puede ocurrir. (…) Muchos se atrincheran, se cierran, y otros utilizan el poder para tratar de cortar el ejercicio de la crítica y es una lucha que no es fácil”.
Dialéctica del espectador, de su propia producción escrita, traduce dicho empeño a la formación de un público asertivo, para el cual los panfletos, lo kitsch o la manipulación encubierta son descifrables en base al análisis y consumo de las propias obras.
En ese trabajo Alea explora los vínculos del arte cinematográfico con el público, desde el análisis de los métodos, formas y fórmulas adoptadas. Indaga en las relaciones desde la exploración de las significaciones para una sociedad de consumo y para una en revolución. Esa perspectiva, en cambio, no está vista como una resolución final, pues aborda de forma rigurosa el tránsito por varios caminos en pos de una verdad.
Dicha amalgama, conjuntamente, adopta los puntos de vista en una visión holística y contraria a generalizaciones sin fundamento. Es una mirada verdaderamente dialéctica, que no teme reorientar o volver sobre sus propios pasos en orden de avanzar y, para la cual, la relatividad aparente de las certezas no invalida ni hace menos significativa la creación.
Como refiere el crítico Juan Antonio García Borrero en torno a ese volumen: “son notas escritas por Tomás Gutiérrez Alea en las márgenes de sus películas, ideas que nos van revelando las interioridades de un proceso creativo que, sin dejar a un lado la búsqueda de la emoción (…) quiso priorizar el encuentro con un espectador reflexivo”.
La obra de Titón reflejó la necesidad de un cine capaz de elevar y estimular el sentido crítico y, como refiere Borrero, este libro trasciende, entre otras cosas, porque las preguntas importan más que las respuestas. Como refiere el propio Alea en las palabras finales de su ensayo:
“Las nuevas reglas del juego en que se produce esa relación [espectáculo-espectador] no sólo permiten un enriquecimiento espiritual del espectador y un mayor conocimiento de la realidad a partir de una experiencia (…) estética, sino que propician una actitud crítica en el mismo hacia la realidad que lo incluye. El espectador dejará de ser tal frente a la realidad y se enfrentará a ella no como a algo dado sino como a un proceso en cuyo desarrollo está comprometido”.
En dicha lectura también están implícitos el diálogo real (no aquel sostenido entre sordos) y el ejercicio crítico que Titón calificara como lo más productivo de su vida: “Alguien me decía, y estoy plenamente de acuerdo, que el guión del socialismo es excelente, pero que la puesta en escena deja mucho que desear, y por lo tanto debe ser objeto de crítica. Es la mejor manera de contribuir a su mejoramiento”.