Carlos J. Finlay: la ciencia al servicio del pueblo

El más extraordinario aporte que cubano alguno haya realizado en la esfera de las ciencias médicas y del bienestar humano pertenece por entero al descubrimiento de Carlos J. Finlay de una nueva doctrina del contagio de las enfermedades, cuya tesis acerca del papel que debía desempeñar su vector biológico en la trasmisión de la fiebre amarilla (tesis esta aplicable a muchas otras enfermedades), debía revolucionar el mundo de las ciencias biológicas, poblando con este nuevo concepto el campo aun casi virgen de la epidemiología y, particularmente, el de la lucha contra las enfermedades tropicales.
Al evocar la personalidad del ilustre científico, se reconoce en él no solo al tenaz investigador que frente a resentidos e incrédulos defendió firmemente sus tesis, al sabio enteramente consagrado a la labor científica, sino también al médico que, con infinita sensibilidad humana, elevó su ciencia por encima de todo beneficio personal, para ponerla por entero al servicio del pueblo, de los más necesitados y de toda la humanidad.
No fue Finlay un producto del azar, un descubridor fortuito. Fue, por el contrario, un investigador tenaz que, provisto de escasos recursos materiales, pero poseedor de una clara inteligencia y de una sólida y multifacética preparación científica, se dio a la tarea que aquel momento exigía y la cumplió brillantemente.
El mérito de Finlay es de carácter universal. A su natural, abnegado, sencillo y noble modo de ser, como corresponde a los hombres empeñados en mitigar el dolor ajeno, unió una voluntad y un espíritu inclaudicable.

Si fuera preciso hallar una palabra que caracterizara la ejecutoria científica de Carlos Juan Finlay, y más todavía su propia vida, esa palabra tendría que ser tenacidad. Educado en prestigiosas instituciones europeas, armado de una vasta cultura general, que desde su primera infancia percibió en un marco hogareño pródigo en valores intelectuales y éticos, de joven se vio imposibilitado de estudios de medicina en su propia patria, porque arbitrariamente las autoridades universitarias no reconocieron los grados escolares que él había vencido en el exterior.
Fue en 1855 que logró graduarse de médico en la Universidad de Pensilvania, en los Estados Unidos, que tuvo el privilegio de contar entre sus alumnos a quien, con el de cursar de los años, se convertiría en esclarecido científico, eminente sabio y benefactor de la humanidad.
Ya graduado no buscó un lugar entre los que hacen fortuna y alcanzan la fama, sino junto a los precursores que, armados de talento, abnegación e infinito amor, hacían avanzar el camino de la ciencia cubana.
En cumplimiento del deber, Finlay, declinando las más ventajosas ofertas de los Estados Unidos, optó por consagrarse al ejercicio de su profesión en Cuba, que carecía de los medios y los médicos para enfrentar los efectos de la terrible epidemia de fiebre amarilla que la azotaba, y que tan elevado número de víctimas cobraba entre la población.
Callada y modestamente, sin contar con el más mínimo apoyo oficial, se entregó al estudio de la terrible epidemia con la esperanza de vencerla y la única aspiración de prestar un servicio a sus semejantes. Tras largos años de observación, experimentación y análisis, en los que no faltaron los inevitables desaciertos, logró su cometido y su excepcional descubrimiento.
Cuba y la humanidad brindan homenaje a la memoria de Carlos J. Finlay Barrés, de cuyo fallecimiento se conmemora este 17 de agosto, el aniversario 109.