Celia Sánchez Manduley, la flor que no se marchita
Para la familia Sánchez–Manduley fue de gran alegría el nacimiento, sobre la una de la tarde del 9 de mayo de 1920, de su cuarto descendiente, la hermosa niña Celia Esther de los Desamparados, que su vida se encargaría de hacer gala a su nombre.
Todos disfrutaban de su temperamento inquieto y su simpatía. En la medida que desarrollaba su niñez y adolescencia su sed de aprender sobre geografía e historia iba en aumento, el gusto por todo lo auténticamente cubano, su amor a la naturaleza y a la Patria la hacían plena, de la mano orientadora de su padre.
Indudablemente, su infancia se vio colmada de felicidad en su querida Media Luna, que transcurrió junto a sus hermanos con muchos juegos tradicionales y baños en el río, pero su bienestar no le impidió darse cuenta de la situación que afrontaban sus vecinos y habitantes del batey perteneciente al central azucarero Isabel, signada por la más despiadada miseria, la falta de atención médica y bajo la perenne amenaza del desalojo y la discriminación.
Sin ser la hija primogénita, a la muerte de su madre quedó cuidando a tres hermanos menores, a los cuales llevaba a la escuela junto a ella y hacían travesuras durante el trayecto. Le gustaba dibujar y hacer siluetas, organizar bailes infantiles, montar a caballo, pero lo que más disfrutaba con alegría era la etapa de vacaciones, para hacer lo que deseaba.
Ya de jovencita, afianzó su vocación martiana y junto a un grupo de amigas del barrio se le vio acudir al parque Masó, al Club 10, organizar los paseos del grupo. Era admirada por los jóvenes de su edad, dada su belleza y simpatía.
Cada vez era más organizada, solidaria; con gusto arreglaba la casa y tejía, diseñaba su propia ropa, sin abandonar la sencillez. Cocinaba bien y dedicaba especial cuidado a su padre, incluso cuando ya la familia pasó a vivir en Pilón, lugar donde se haría más visible la proyección política y humanista de Celia. Su cambio había sido total.
En ese lugar organizó fiestas y colectas para los más necesitados, con cuyos fondos ayudó con juguetes y ropas que compraba en Santiago de Cuba. Su espectro de actividad se ampliaba, al igual que su influencia natural en la gente.
Las noticias sobre el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes por parte de un grupo de jóvenes de la Ortodoxia la llenaron de optimismo y esperanza. Y de ahí se avivó su llama transformadora y revolucionaria, recolectando fondos para la compra de alimentos, ropa, medicamentos y libros que eran muy necesarios en esos momentos para los combatientes que permanecían prisioneros en el Presidio Modelo, de Isla de Pinos.
Tempranamente se le vio integrar las filas del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7) y conocer a Frank País, que le asignaría tareas muy concretas en Manzanillo. Ya Celia pasaba los 30 años de edad, consciente de su papel como mujer en la lucha que ya se iniciaba; su labor de captación de campesinos, de sumar voluntades, se intensificaba a cada momento.
Después vendría el apoyo al desembarco del Granma, la dura clandestinidad, la burla a la persecución del ejército batistiano, el ascenso en febrero de 1957 al Pico Turquino para pelear como un soldado rebelde más desde el propio Combate del Uvero…
Y Manzanillo se convertiría en la retaguardia del núcleo inicial del Ejército Rebelde. Más tarde, Raúl Castro le confesaría en un mensaje: “Tú te has convertido en nuestro paño de lágrimas más inmediato y por eso todo el peso recae sobre ti, te vamos a tener que nombrar Madrina Oficial del destacamento”.