El muerto se fue de rumba

El muerto se fue de rumba
Foto: carlosbua.com

Imagine que usted y tres compañeros más van cargando en hombros el féretro de un amigo común, rumbo a su última morada, cuando de pronto la tapa de la caja se abre y el “difunto” se sienta mirando en derredor con expresión de asombro: “¿Para dónde me llevan?”

Claro que casos como esos, en la actualidad, son poco probables, pues el desarrollo de la ciencia permite a los médicos diagnosticar la muerte con absoluta certeza.

Pero antaño no eran raros los relatos de personas que eran sepultadas vivas o, como en el caso que describimos en el primer párrafo, se despertaban a tiempo… para su suerte.

Fundamentalmente, en el ámbito rural de la Cuba prerrevolucionaria, donde el desarrollo era exiguo, las distancias se hacían largas y las vías de comunicación escaseaban o faltaban por completo, cuando alguien parecía muerto, sencillamente lo acostaban sobre la mesa, lo cubrían con una sábana y ¡a llorar!

Podía suceder entonces que el supuesto cadáver volvía en sí más asustado que los propios dolientes que lo creían resucitado por obra y gracia de alguna fuerza oculta.

No faltan, en los anales de la habanera necrópolis Cristóbal Colón, decenas de relatos de personas que supuestamente habían sido sepultadas sin que realmente hubieran fallecido, como tampoco faltan las leyendas urbanas de esos casos.

Una de esas (llamémoslas historias) contaba que una señora de la alta sociedad despertó en la angustiosa estrechez y oscuridad de su sepulcro y, desesperada, comenzó a gritar por ayuda. Uno de los celadores del cementerio la escuchó y logró localizarla entre la ciudad de tumbas. Entonces se quitó la chaqueta y la dejó sobre la lápida para marcarla mientras iba en busca de ayuda y así pudo salvarla.

También se cuenta que el famoso cantante cubano Roberto Faz había sido sepultado bajo una crisis de catalepsia, y que tiempo más tarde se habían descubierto signos de que había despertado en su ataúd. Pero estos parecen no ser más que mitos.

Otro relato, devenido cuento humorístico, es la del pobre borrachito que, al encontrarlo tirado, exánime, en la calle, la municipalidad habanera mandó a enterrar durante una de las terribles epidemias de fiebre amarilla que asolaron Cuba entre el siglo XVII y mediados del XIX. Los vaivenes del carretón en que lo transportaban, acompañando a los verdaderos cadáveres, hicieron que el hombre se despertara.

“No me lleves, que yo estoy vivo”, imploraba, pero el conductor del carromato, impertérrito, se negaba a dejar que el infeliz se bajara, porque llevaba escrita la orden de sepultarlo, e insistía en que estaba bien muerto y repetía: “Papelito habla lengua”. El chiste fue muy popular en una época y hasta pasó a engrosar la fraseología cubana, para designar aquello que no puede discutirse por el simple hecho de estar escrito.

Lo cierto es que la catalepsia es una dolencia que, en tiempos de poco desarrollo científico, pudo haber causado muchas molestias y algún que otro desenlace fatal, además de protagonizar no pocas historias terroríficas y algunas divertidas.

Algunos estudiosos de la vida y obra del genial escritor norteamericano Edgar Allan Poe proponen la tesis de que éste padecía de dicho desorden y que el temor a ser enterrado vivo se trasluce en algunas de sus narraciones como El entierro prematuro, La caída de la casa Usher o La verdad sobre el caso del señor Valdemar.

Más allá de esos casos, auténticos o ficticios, hay también historias de personas que se dedicaban a hacer bromas pesadas en los velorios y algunas de esas chanzas consistían en lograr que pareciera que el muerto revivía, o al menos que se moviera. Estas eran también más comunes en el campo, cuando los difuntos se velaban sobre la mesa del comedor.

Y puede que en alguna ocasión resultara ser cierto lo que dice una canción que estuvo muy de moda hace ya unos cuantos años, estaban velando a un reconocido rumbero al tiempo que se celebraban los carnavales y entonces: “en cuanto sintió la conga, el muerto se fue de rumba”.

Gilberto González García