José Soler Puig y su obra genuinamente cubana
José Soler Puig nos legó una rica obra creativa que mantiene su vitalidad en esas queridas criaturas que devienen sus personajes, manejando acertadamente los diálogos con insuperable maestría en cada novela, y nos devuelven a un Soler al que hay que acudir todos los días cuando se hable de buena literatura.
Su dominio de la técnica narrativa ha sido inigualable. Nadie como él se adentró tanto en los recursos para brindarnos toda la fuerza en sus protagonistas verosímiles, en conversaciones desprovistas por completo de acotaciones, donde el habla popular nos muestra su arraigo genuinamente cubano, y pone al descubierto muy agudamente los estados anímicos de cada uno de ellos.
Desde su cuna santiaguera, humilde, que lo acogió hace ya 108 años, vivió una cotidianidad dura, marcada por la miseria y la explotación, encendiéndose luego sus sentimientos de justicia, de ahí que de manera consciente colaborara con el Movimiento 26 de Julio, fuera luchador clandestino y, mucho antes de ser escritor, tuviera que adentrarse en otros oficios como recogedor de café y vendedor ambulante.
Logró a través de su pluma regalarnos bellos textos, a los que no escapó nada de la cotidianidad cubana, pero sobre todo sus raíces etnográficas, lingüísticas y culturales de su amada Santiago de Cuba. Siempre fue un buscador incesante de medios de expresión que lo acercaran a los lectores, y lograran una mejor comprensión de sus escritos, a partir de una prosa directa y sencilla. Y lo logró en la medida que fue madurando todo aquel mundo creativo que lo fue distinguiendo.
En casi todas sus novelas encontramos las numerosas imágenes que él usó con gran intención para producir determinados efectos. Y ahí están resumidas esas referencias vivenciales y las metáforas de su riqueza imaginativa, haciendo un gran uso de la síntesis que consolida los episodios dispersos en una sola acción central.
Sus novelas están llenas por personajes extraordinarios que abarcan todas las clases sociales, como Pedro Chiquito, Arturo, Remedios y Felipe, de El pan dormido; Pedro Infante, Rosa Fuentes y Juan Mandinga, de Un mundo de cosas; Roberto Reyes de la Torre y María Elena, de El derrumbe.
Indiscutiblemente, en José Soler Puig encontramos a un permanente cronista que lo llevó a ser el gran novelista que siempre será y un fenómeno insólito en la literatura cubana del siglo XX. De formación autodidacta, con más de cuarenta años de edad, se iniciaba como escritor, al dar a conocer una obra que, a pesar del tiempo transcurrido desde su primera edición, aun despierta el interés de lectores y críticos.
Y sus obras, muy singulares e innovadoras, con elementos identitarios que nos distinguen como nación, también están en el cine, en el teatro y en la radio, medios en los cuales dejó una huella perdurable.
Mereció el premio de novela del primer concurso Casa de las Américas en 1960 con Bertillón 166; el Premio Anual de la Crítica Literaria de 1982 por el título Un mundo de cosas, y en el año 1986 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura como reconocimiento a su trayectoria literaria; también la Distinción por la Cultura Nacional y la Orden Félix Varela de primer grado, entre otros importantes reconocimientos.
En múltiples ocasiones declaró que solamente escribía cuando se encontraba en su terruño, porque era asunto de disciplina y amor lo que le motivaba y sentía hacia esa urbe.
Considerado por Mario Benedetti “como uno de los grandes de la novela latinoamericana”, la obra de José Soler Puig siempre nos evoca lo trascendente, que está al alcance de nuestras manos.