Omara Portuondo en su cumpleaños 93

Celebramos este 29 de octubre el cumpleaños 93 de Omara Portuondo. Una sensibilidad como la suya, que sirve de guía a una trayectoria indemne de juicios y elucubraciones, nos reclama todavía ese poder ecuménico en ella. Arropada por la excelencia y los detalles sencillos que escapan a los elogios y análisis de su contexto, Omara trasciende el firme velo de las estrellas, porque es más cercana y continúa ofreciendo la luz de su presencia.
Atenta a las oportunidades de la vida y a aquellas que su propio esfuerzo ha logrado reclamar contra el desgaste de los años, continuó una de las carreras más largas en la historia de la música cubana. Desde su presencia en agrupaciones como Anacaona, su paso durante quince años por el cuarteto Las D´Aida, y su posterior trayectoria en solitario, el camino labrado por ella, junto algunas de las figuras más prominentes del ámbito musical en Cuba y en el mundo, la han convertido en una figura imprescindible.
En su voz está implícita la necesidad de retomar el presente desde el recuerdo del pasado, desde la certidumbre en la memoria y en todos los significados que la nostalgia despierta, al interior de los corazones disímiles y bienaventurados.
“(…) demuestra siempre una habilidad única para interpretar canciones de diferentes géneros melodiosos, una capacidad para ajustar su voz al paso de los años, una disposición para adoptar nuevos modos de expresión musical con el rigor de la excelencia, y, sobre todo, una virtud de escuchar y conectar con la audiencia para transmitir y generar esas vibraciones que llevan al espíritu a encontrarse con el alma”, aseveró el investigador Tomás Paredes Royo.
A fines de los 90, cuando el retiro llamaba a la puerta, apareció engalanando la pléyade tardía y necesaria del Buena Vista Social Club. Desde entonces, su participación en proyectos e iniciativas han sido paralelas a las funciones en varios escenarios, espacios y programas. Quienes dudaron sobre sus capacidades no postergaron el asombro al constatar la vivacidad con la cual recitaba las canciones.
La pausa, claro está, persiguió una certeza más dirigida al futuro y, todavía así, en el período, cuando ya se auguraba el retiro, continuó ofreciendo su arte en las citas que participaba. Los escenarios se prestigiaron con su actuación. Quienes atestiguaron el milagro de Omara daban las gracias sin pronunciar palabra. La retórica se hacía añicos y la naturalidad ganaba a intervalos, cada vez más constantes, una disputa exclusiva con el espacio y el tiempo, en la cual los espectadores asistían a una función única e inolvidable con la Novia del filin.