Zenén Calero, en un espejo de tantos colores

La madurez se alcanza cuando la palabra, el gesto, el trazo y el color se hacen inconfundibles. Cuando basta mirar una vez, escuchar así sea de paso, y sabemos quién está detrás del color de la música que reconocemos de inmediato. Y eso, que puede tardar años en lograrse, viene acompañado por el carácter, por el buen gusto, por la manera en que un artista insiste en su propio perfil. En el diseño de teatro de figuras cubano, nadie que ame a esta expresión desconoce quién es Zenén Calero Medina.
Los años de fogueo en Teatro Papalote le abrieron un camino de técnicas diversas, matices y secretos que durante esos años fueron un constante desafío. Y luego, ya como fundador de Teatro de las Estaciones junto a Rubén Darío Salazar, esa senda no hizo sino ampliarse, concentrando cada vez más el color, el uso narrativo del diseño y la visualidad, en un anhelo de seguir absorbiendo lo que la realidad y estos tiempos nos ponen delante, y que en medio de la prisa y tantas otras urgencias, acaso no vemos.
Con Teatro de las Estaciones ese espejo que puede ser el escenario se iluminó con muchos otros colores. Del trabajo previo en la poética de un director y dramaturgo como René Fernández, se pasa a una nueva etapa en la cual su sello personal se intensifica. Ningún montaje de Teatro de las Estaciones repite cómodamente los hallazgos del anterior, y aun así, todos son perfectamente reconocibles en ese linaje de gamas, texturas, soluciones visuales que Zenén Calero proyecta hacia la escena, como hijos todos de un anhelo común, sustentado en la belleza, la investigación, el rigor y la voluntad de saberse siempre renovado. Esa renovación, como ha de suceder, significa el regreso también a las fuentes, y el conocimiento respetuoso a otros nombres y maestros que nos influyen y retroalimentan. De ahí proviene esta exposición que se abre en Villa Manuela, y en la cual el Premio Nacional de Teatro (obtenido junto a Rubén Darío Salazar), se mira en el espectro multicolor de otros creadores que mediante su mano son parte ya de la memoria espléndida que componen, en nuestros ojos y en nuestros elogios, estos 30 años de Teatro de las Estaciones.
De Lorca, en La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón (1996) viene el sentido lúdico, el color como ánima de estos títeres juguetes, supuestamente olvidados por el granadino a su paso por La Habana y otras ciudades de la Isla, donde corrió tantas aventuras.
De Sosabravo, viene un empleo desde lo teatral en función de identificar personajes en Pedro y el lobo (2002), caracterizarlos para añadir valores a la música de Serguei Prokófiev, y ratificar el análisis de la estética de un pintor dueño de un mundo tan coherente. De los acentos caribeños y festivos de Luis Castro Enjamio, proviene el azul y el goce de texturas de Cuento de amor en un barrio barroco (2014), que sirve de paisaje vivo a lo que aportó al espectáculo la música y la presencia de William Vivanco. Y desde el trazo de Ares cobran vida, en la selección que hace Zenén Calero de sus elementos distintivos, los protagonistas del más reciente Flores de Carolina y Ajonjolí. Al mismo tiempo, tributo y reapropiación, entendidos como una lectura ampliada hacia lo teatral de lo que esos artistas imaginaron como dibujo, lienzo, imagen detenida que gracias a Zenén sale de sus soportes y se convierte en personajes, emociones, y aplausos. En un latido de color que nos toca y nos habla.
Y a través de todo eso, siempre vemos a Zenén. Su azul es el de Camarioca. Su sello es el de un cubano que mira al cielo de Matanzas y descubre en las nubes otros personajes. Su tiempo es el de hoy, y el de los maestros a los que admira. Su espejo somos nosotros. Y sus colores, infinitos. A eso, también, con admiración y agradecimiento, le llamamos madurez.
Escrito por Norge Espinosa Mendoza/ Fotos / Compañía Teatro de Las Estaciones en Facebook