16 de abril: lo que no pueden perdonarnos los imperialistas

El pueblo cubano amaneció en total alerta aquel 16 de abril de 1961. En sus trincheras, tumbados en el diente de perro de las costas, entre las nubes de insectos de los pantanos, junto a los equipos de combate, en cada cuadra o en sus casas. Otros muchos capitalinos se habían concentrado durante toda la madrugada en la colina universitaria, para rendir tributo a los siete compañeros caídos el día anterior, en el ataque al aeropuerto de Ciudad Libertad.
Sobre las cinco de la tarde, ya los elementos que integraban la Agrupación Táctica Naval de la marina yanqui se habían concentrado al norte de la isla Gran Caimán, cerca de las aguas meridionales cubanas, por lo que la invasión era inminente.
Aproximadamente a esa misma hora, otra concentración de muy distinta naturaleza tenía lugar en La Habana. Miles de milicianos, trabajadores y estudiantes acompañaron en columna interminable aquel cortejo fúnebre hasta el Cementerio de Colón. Luego, congregados en la céntrica esquina de 12 y 23, frente al Comandante en Jefe y la dirección de la Revolución, escucharon de labios de Fidel la firme condena a la agresión imperialista. Despedía el duelo y declaraba, en medio de una multitud con los fusiles en alto, que se había hecho una Revolución Socialista en las propias narices de los imperialistas, ratificando la indoblegable posición de principios de los cubanos.
Caían las primeras sombras de la noche. En Nueva York, un hombre recibió la llamada telefónica que había estado esperando. Era la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA) que desde Washington le comunicaba: “Llegó la hora”.
En Cuba, en medio de la ovación de todo un pueblo, resonaban las últimas frases del discurso de Fidel: ¡Viva la clase obrera! ¡Vivan los campesinos! ¡Vivan los humildes! ¡Vivan los mártires de la Patria! ¡Vivan eternamente los héroes de la Patria! ¡Viva la Revolución Socialista! ¡Viva Cuba Libre! ¡Patria a Muerte, Venceremos!