Choco y el grabado de la historia

Choco y el grabado de la historia
Foto: archivo

Parece como si los astros se alinearan para componer sentidos ulteriores en las obras de Eduardo Roca Salazar (Choco). La antaño imponente valoración de la crítica le ha otorgado el justo reconocimiento a este artista, forjado al calor de la generación del 70 y con presencia en varios de los principales salones y galerías de arte en el mundo.

Desde la pintura, el dibujo, técnicas del grabado como la colagrafía o la escultura, Choco ha explorado un universo particular, intrínseco a sus orígenes y dotado de la fuerza histórica que, a pesar de su extensión, no deja espacio a la indiferencia gracias al trabajo concienzudo y eficaz de un exponente humilde y dedicado.

El ambiente de sus obras, dotadas de elementos neoexpresionistas, transfigura la intensidad de una cubanía a flor de piel, en la propia atmósfera de sus creaciones, en la fisionomía de las figuras, en el trazo libre y marcado, y en su composición.

Como expresara el crítico de arte Toni Piñera:

“Buscando calidades en las más variadas texturas, como el arqueólogo que investiga en el interior de la tierra su esencia, ha conseguido provocar a través de sus grabados-pinturas instantes imborrables para quien los contempla. El color a veces parece surgir de otro tono por transparencia. Sus cuadros hay que observarlos en una segunda mirada cuando comienzan a mover ese universo íntimo que habita en nosotros: el hombre, sus sentimientos, los sueños. Por su carácter enigmático, las obras de Choco (…) imponen ser contempladas en silencio.

“El conjunto de sus figuras está construido inteligentemente; pero lo más notable en estos trabajos es su poder imaginativo, su fantasía. Desde sus comienzos como grabador y dibujante se ha ido superando en un intenso y continuado trabajo de pintor. Texturas variadas e infinidad de líneas limpias y continuas; o rotas y manchadas, son utilizadas para enriquecer su dibujo”.

Ya en 1976 Eliseo Diego anotaba que Choco había terminado de prometer y ya era un pintor de pies a cabeza. “Pero, aunque sus pies están bien asentados en el suelo –en su país– y la cabeza está clara y sostenida en alto, es desde el corazón que emerge su pintura”, afirmó. Y desde ahí ha continuado.

Críticos como Virginia Alberdi Benítez han resaltado cómo en Eduardo convergen el ser humano y el creador en una sola entidad, y en ella las diferencias entre la pintura y el grabado se ignoran en tanto lo que impacta y trasciende es el resultado visual. “El artista de hecho asume ambas líneas de logro sin detenerse en compartimientos estancados. La naturaleza porosa de los límites entre una y otra forma se deben al carácter y dominio de la técnica colagráfica y la internalización de los últimos efectos en los procedimientos de la pintura”.

Tal maestría no queda restringida al vínculo tránsfugo de una técnica en función del buen hacer, de lo correcto y moderado, sino que prosigue, cual basamento reiterado, pero indispensable, en el camino de revelar nuevas formas, motivos y verdades desde el espíritu de su creador, desde las exploraciones identitarias y los sellos inequívocos de la originalidad.

“En esta confluencia de vegas y ríos, de océanos y murallas, hemos querido hacer perpetua una experiencia ancestral, común a nuestra esencia. Una esencia como el perfume de los cañaverales en donde nuestras madres abanicaron su regazo e hicieron más dulce nuestra existencia. Venimos desde muy lejos para encontrarnos en estas páginas y conocer, en esta convergencia, un mundo que todavía puede expresar su azoro y su emoción al descubrir la realidad tangible de una libertad ya conquistada para siempre”, comentó la poeta Nancy Morejón en su texto Negro.

No hay amalgamas de excesos en el recorrido de Eduardo Rosa, Choco. No sobra nada en su extensa colección. Tal vez por ello cada nueva obra nos ofrezca pistas conocidas, pero que añaden otra arista a un ciclo que, no obstante, el paso del tiempo, sigue siendo capaz de evolucionar y consolidarse.

Lázaro Hernández Rey