Josué, Floro y Salvador: vuestra sangre no cayó en vano

Josué, Floro y Salvador: vuestra sangre no cayó en vano

La zarpa del tirano había caído nuevamente sobre Santiago de Cuba aquel 30 de junio de 1957, bañando sus calles con la sangre de tres de sus valiosos hijos y enlutando a la Patria. Habían sido brutalmente asesinados Josué País, Floro Vistel y Salvador Pascual.

En Santiago de Cuba se respiraba rebelión aquel verano de 1957. El régimen de Fulgencio Batista, desangrado por los triunfos del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra -tras el combate de El Uvero el 28 de mayo-, intentaba maquillar su crueldad con una farsa cívica. Para el 30 de junio, convocó un mitin electoral en el Parque Céspedes, custodiado por mil 500 sicarios de los «Tigres de Masferrer» al mando del notorio gánster Rolando Masferrer. Cada esquina estaba ocupada por postas militares y paramilitares, transformando la ciudad en un campo de batalla silencioso.

En la clandestinidad, Frank País García, jefe nacional de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio, urdía un plan para desenmascarar la pantomima. Entre sus combatientes más audaces estaba su hermano Josué, de 19 años, acompañado por Floro Vistel Somodevilla y Salvador Pascual Salcedo. Josué, un veterano precoz de la lucha, ya había sufrido prisión domiciliaria a los 16 años por pintar consignas contra el tirano y participó en el levantamiento del 30 de noviembre de 1956.

Al amanecer, Josué, Floro y Salvador se ocultaban en una casa cercana al Parque Céspedes. Escuchaban por radio los preparativos del mitin, aguardando la señal: la explosión de una bomba colocada bajo una alcantarilla cerca de la tribuna. Al detonar, debían dispersarse para ejecutar sabotajes en el norte y suroeste de la ciudad. Pero el azar intervino: la limpieza de las calles con chorros de agua desactivó el artefacto. La ansiada señal nunca llegó.

Contrariado por el inconveniente, tras varios infructuosos intentos de comunicarse con los jefes del movimiento, Josué tomó la decisión de ejecutar las acciones asignadas.

Tomaron un auto de alquiler, prometiendo devolverlo al conductor si guardaba silencio. Este, atemorizado, los delató. En la esquina de las calles Martí y Crombet, los Tigres de Masferrer los cercaron. Una ráfaga de metralla impactó el vehículo: Floro y Salvador murieron al instante. Josué, herido pero vivo, logró salir con su pistola. Fue capturado y, en un acto de crueldad calculada, el policía José Salas Cañizares ordenó «llevarlo al hospital». Lo introdujeron en el auto y lo ultimaron con un disparo en la sien.

La noticia corrió como pólvora. Al día siguiente, miles de santiagueros desafiaron el toque de queda para acompañar los féretros de los tres jóvenes revolucionarios que, cubiertos con banderas del 26 de Julio, fueron cargados en andas mientras la multitud entonaba el Himno Nacional.

Frank País, transido de dolor, describió a su hermano: «Nervio de hombre en cuerpo joven, coraje de valor en temple acerado…». La muerte de Josué fue un presagio: exactamente un mes después, el 30 de julio, Frank sería también asesinado en el Callejón del Muro. Su funeral fue acompañado por tantas personas que ocuparon 20 cuadras y devino germen de la huelga que paralizó Oriente.

Este crimen reveló la naturaleza del batistato: ejecuciones extrajudiciales como política sistemática, documentadas luego por Archivo Cuba en su recuento de mil 816 víctimas del régimen entre 1952 y 1958; la complicidad de fuerzas paramilitares como los Tigres, que operaban con impunidad en Oriente; la respuesta popular confirmó que Santiago era «un puño de resistencia», como escribió el poeta Manuel Navarro Luna: «Hay muertos que no caben en las tumbas cerradas / y las rompen […] para seguir guerreando».

Los tres jóvenes encarnaron el sentimiento de un pueblo heroico, heredero del ejemplo de próceres que no cejaron en su lucha hasta ver a la Patria libre del oprobioso colonialismo. Su sangre no se derramó en vano: se fundió con la de tantos hombres y mujeres para desbrozar el camino al triunfo revolucionario del primero de enero de 1959.

Hoy podemos repetir las palabras que pronunciara el comandante Camilo Cienfuegos en su postrer discurso: “¡Hermanos, la Revolución está hecha, vuestra sangre no cayó en vano!.

Gilberto González García