Alicia Alonso y la cúspide de la excelencia

La obra de Alicia Alonso ha constituido un marco excepcional de entrega y sacrificio en pos del desarrollo del ballet en Cuba. Cuando sobrevino el corte de los fondos públicos tras negarse a representar al gobierno de Fulgencio Batista, la compañía que dirigió transitó por un período difícil, en el cual transitó por varias locaciones de los Estados Unidos para formar y complementar el entrenamiento de los bailarines.
Tras el 1 de enero de 1959 se inició un período igualmente arduo. El respaldo del gobierno revolucionario fue significativo y la correspondencia a ese empeño trascendió en uno de los ejemplos más brillantes de masificación de la cultura en la nación del Caribe. Con las clases y la aproximación a las bases se formó un público ávido y conocedor de esa manifestación antaño exclusiva de las élites. El nombrado como Ballet Nacional de Cuba enfrentó los estereotipos y satisfizo una audiencia local que pronto correspondió tal empeño con muestras de apoyo y reconocimiento.
Las presentaciones en otras sedes fueron igual de importantes. El rumbo de esa empresa, conducida por Alicia, demostró una vez más la impronta de la prima ballerina assoluta.
Para entender el impulso de ese ejercicio es menester abordar el carácter de una figura extraordinaria que, como expresara en su momento Alejo Carpentier: “(…) pertenece a la excepcional estirpe de bailarinas que han dejado ―a veces no más de cuatro, de cinco veces por siglos― un nombre egregio en la historia de la danza”.

Esa personalidad afrontó desde bien temprano una limitación grave, la cual daría al traste con cualquier otro empeño en una persona normal y corriente, pero no en ella. Con 19 años sufrió un desprendimiento de la retina. Ello la dejó parcialmente ciega de un ojo y tendría numerosas operaciones durante su vida para enfrentar dicha condición.
En numerosas ocasiones refirió cómo organizaba la escenografía con diferentes colores para usarlos como guía, cómo coreografiaba los movimientos al dedillo y cuán importante fue la asistencia de los bailarines para complementar y auxiliar sus movimientos ante esa dificultad.
Igor Youskevitch, Azari Plisetsky, Jorge Esquivel y Orlando Salgado fueron sus compañeros de danza (partenaires). Ellos la auxiliaron ante tal problema y lograron que fuera casi imperceptible para los más avisados, y para el público general.
“Alicia es de veras una luz que se mueve. Ella es leve, ondulosa, casi traslúcida”, manifestó Dulce María Loynaz. Esa afirmación constituye un testimonio de la maestría de Alonso. Queda al terreno de las especulaciones el saber qué hubiese sido de su carrera si no tuviera tal dificultad. Lo mismo puede decirse de otras tantas circunstancias, como si Alicia Markova hubiese estado disponible en la representación de Giselle o Nora Kaye, en la de Fall River Legend, por citar algunos ejemplos.

Los hechos están ahí y, más allá de las circunstancias, existe el espíritu consagrado por la danza, una multitud de reconocimientos y el legado de una de las escuelas de ballet más prestigiosas en el mundo. El cómo encajan sus exigencias, demandas y previsiones en ese conjunto no responde a un “pero”, sino a un “y además”. Es decir, Alicia fue todo eso, y además eso otro, en especial cuando se ha escrito mucho sobre su trascendencia y legado, la precisión de su técnica y el alcance de las enseñanzas.
“Yo monto las coreografías en mi mente, las escribo y al llegar a la compañía ya está todo hecho. Los bailarines me lo agradecen mucho, porque no hay nada que el bailarín odie más que esperar a que el coreógrafo se inspire”, manifestó en una ocasión.
La cúspide de la excelencia de Alicia está en toda su vida, ajena a luces y sombras, en tanto el conjunto trasciende por sí solo las calificaciones ceñidas a uno u otro punto de vista. Pasado el centenario de su natalicio, Alonso continúa sorprendiéndonos, única e irreductible, compleja y subrepticia, fecunda y enfática.