Dulce María Loynaz y su eterna obra

Dulce María Loynaz y su eterna obra
Foto: Juvenal Balán

En ocasión del aniversario 120 de su natalicio, es meritorio recordar con todo el cariño y respeto que merece a Dulce María Loynaz, excepcional mujer a la que se le reconoce, de manera generalizada y universal, por ser una de las principales figuras de la lírica hispanoamericana, cuya obra trascendente ha sido traducida en varios idiomas.

Muchos de sus cercanos amigos han confesado que escribía desde que apenas tenía los 10 años de edad y luego, esta mujer que casi nació con el inicio del pasado siglo, se empeñaría en la publicación de sus primarios versos y prosa en revistas y diarios habaneros. Ya con más madurez, combinaba magistralmente su actividad literaria y el ejercicio de la abogacía, especializándose en derecho de familia.

Indudablemente, todos la han identificado siempre con su sello único como poetisa, ensayista, novelista y periodista. Porque Dulce María Loynaz Muñoz (La Habana, 10 de diciembre de 1902 – 27 de abril de 1997), fue una sensible y audaz escritora que nos dejó un sabor de nostalgia y dulzura a través de su obra y sus huellas por la vida, llenas de metáforas sorprendentes, pero con un marcado e íntimo acento.

Toda su poesía es limpia, desnuda, y la belleza no radica en grandes palabras, sino en la autenticidad y estado puro del sentimiento. Una voz lírica tan suave como el arrullo de un estanque, ese que Dulce María quiso ser.

En su obra es excepcional poder apreciar desde el lejano Nilo hasta el mundo interior de la poeta, el sentimiento y la belleza del alma.

Entre lo más destacado de ella está Jardín, que comenzó a escribir hacia 1928 y que es considerada -con toda justicia- la precursora de un amplio movimiento. Esta novela se terminó en 1935, y se publicó en España en 1951.

Paralelo a ello, Dulce María escribió otros poemarios, epistolarios y crónicas periodísticas inspiradas en la experiencia de sus viajes por países como México, Egipto, Turquía, Libia, Palestina y Siria, así como en sus estudios y ambiente familiar.

Dulce María Loynaz y Gabriela Mistral Foto: Cubaperiodista

Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, entre otros importantes escritores del siglo XX hispanoamericano, se daban cita en las tertulias nocturnas que tenían lugar los jueves y, en consecuencia, fueron bautizadas como juevinas.

Los muros de la casona ubicada en calle 19, esquina a E, en el Vedado capitalino, fueron testigos del intenso trabajo de Dulce María, quien continuó escribiendo y publicando durante toda la década de 1950 y reuniéndose con muchos intelectuales cubanos y extranjeros.

Años después, la autora decidió alejarse de la vida pública, canceló sus compromisos editoriales y dejó de ejercer la abogacía.

En medio de esas circunstancias, Dulce María Loynaz obtuvo el Premio de Literatura Miguel de Cervantes en 1992, el título canario de Hija Adoptiva por el Ayuntamiento de Puerto de la Cruz, donde se recuerda su imagen con un pequeño monumento, recibió la Orden de Alfonso X el Sabio en 1947, y la Orden de Isabel la Católica de periodismo; también fue miembro de número de Academia Cubana de la Lengua y recibió el Premio Nacional de Literatura de Cuba en 1987.

Antes de morir, donó su exquisita biblioteca, refugio de su reino breve en una existencia tan particular, plagada de misterios y especulaciones, pero sin dudas llamativa, fructífera y eterna.

El legado ético de esta destacada intelectual y sus aportes a la cultura cubana son imperecederos. Dulce María se ve multiplicada en cuantos leen sus libros cargados de versos y en la nueva generación de jóvenes que siguen sus pasos.

Ana Rosa Perdomo Sangermés