Felipe Poey y su permanente vocación naturalista

Felipe Poey y su permanente vocación naturalista

En una ocasión, recordaba la madre de Felipe Poey que desde muy pequeño este se sentaba durante horas a observar las hormigas, y, aunque no todos los que observan los insectos se convierten en naturalistas, se puede quizás aceptar que la vocación de observar es parte imprescindible del carácter de todo científico.

Eso pudo avivarle aún más su interés por investigar, no solo como niño sino también durante toda su vida, incluso en  Francia, cuando una grave enfermedad lo obligó a guardar cama durante mucho tiempo y cuyas secuelas dejaron visibles en él una parálisis parcial de la mitad derecha de su cuerpo por el resto de su vida.

Aunque logró recobrarse de su total limitación, y adaptarse a su nueva condición, eso limitó sus actividades como explorador y coleccionista, pero a la vez estimuló su amor por la naturaleza, otro de los rasgos persistentes de su carácter.

Indudablemente, Poey fue muy sensible a su entorno, a las letras y el buen decir. Rechazó el camino de la abogacía para abrazar el magisterio y la vocación naturalista de su niñez, hasta convertirse durante su larga vida en el primer gran científico cubano.

Era, por encima de todo, un enamorado de la naturaleza cubana desde aquellos años en que, saco en mano, colectaba mariposas y otras veces dibujaba todo tipo de peces del país; además, en horas de ensueño, escribía sus poemas a Silvia y El Arroyo, el soneto Furor Escolástico y más versos agradables al oído o el fino humor filosófico de El gato pensador.

En atención a su conocimiento de la biodiversidad, Poey en su época (vivió casi un siglo) no sólo era conocido internacionalmente, en los Estados Unidos y en Europa, sino que probablemente fuese, si no el principal, uno de los principales naturalistas de toda América. Había nacido en La Habana en 1799 y murió en ella murió en 1891, siendo contemporáneo consciente, por ende, de los movimientos independentistas de América Latina, de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, y  testigo inmediato de la revolución de 1830 en Francia y de dos de las tres guerras de independencia en Cuba.

Aunque Poey coleccionó y estudió varios órdenes de insectos (sobre todo las mariposas) y reunió una gran colección de moluscos, los objetos biológicos a los cuales dio preferencia fueron los peces. Para hacerse de ejemplares de peces se valió de la ayuda de un numeroso grupo de pescadores habaneros, que se convirtieron en amigos suyos. Estos obreros del mar fueron sus más eficaces auxiliares en la búsqueda de especies nuevas o poco conocidas.

Felipe Poey dedicó buena parte de sus esfuerzos a caracterizar la fauna piscícola cubana y a identificar sus especies. Escribió varios trabajos al respecto, que publicó en sus Memorias sobre la Historia Natural de la Isla de Cuba y en su Repertorio Físico-Natural de la Isla de Cuba, así como en revistas de los Estados Unidos y de España.

La culminación de su obra como ictiólogo fue la preparación de su Ictiología Cubana o Historia Natural de los Peces de Cuba, obra monumental, que incluía -además de un extenso texto- un atlas en varios volúmenes, donde muchas especies estaban representadas en tamaño natural.

Llegó a ser una personalidad emblemática de La Habana, al menos desde los años cincuenta del siglo XIX; su existencia era conocida y admirada por prácticamente todos los habitantes de la ciudad. A ello contribuía su carácter afable y su buen humor, su facilidad para relacionarse con las personas y su invariable disposición no sólo a enseñar, sino también a aprender.

Ana Rosa Perdomo Sangermés