José Delarra, el escultor del Che

Cuando el 26 de agosto de 2003 José Delarra se despidió, no fueron pocos los que sintieron el rumor de un gigante pasar. Humilde, ajeno al rencor, los “ismos” del arte y las grandilocuencias que lo acompañan, regaló gran parte de su extensa producción. “Delarra no pintaba ‘al estilo de’, como tampoco establecía comprometedores contratos o servicios con galeristas o coleccionistas, cuyos intereses estaban más signados por el comercio que por el arte puro”, afirma el periodista y crítico de arte Jorge Rivas.
El terreno de su creación no se extendió solo a la escultura. La pintura, la cerámica y el dibujo encontraron en sus manos otras vías de expresión, configurados en ese gran cuadro en el cual vertió su espíritu creativo y dejó más de una huella, que sigue estando presente, sin por ello menospreciar la amplitud de su obra ni la personalidad de su autor.

El escultor del Che, Héroe Nacional de Trabajo y cronista de la Revolución, fue también miembro y diputado de la Asociación Internacional de Artistas Plásticos. Entre sus obras más representativas están el Complejo Ernesto Che Guevara de Santa Clara, las plazas de Bayamo y Holguín, los monumentos a Federico Engels, Máximo Gómez, las víctimas de Hiroshima y Nagasaki y los esposos Rosenberg, así como los referidos a la historia de México y José Martí, en Cancún, y al internacionalismo, en Luanda.
Fue maestro y dirigió la Academia San Alejandro. Siempre se interesó por llevar el arte al pueblo y fue sepultado con honores en el Panteón de las Fuerzas Armadas. No obstante, el reconocimiento pertinente a su impronta en el escenario artístico todavía conserva deudas importantes. “Quizás, en ese aferrado entusiasmo por hacer prevalecer sus inquietudes estéticas, de forma libre y desprejuiciada, está igualmente otra parte del precio moral que tuvo que pagar en vida, al ser prácticamente ignorada su producción plástica entre el sistema de galerías institucionales y promotoras del arte contemporáneo en la Isla”, destaca Rivas, quien también ofrece su valoración sobre la memoria del artista y su obra:
“Injusta paradoja. Delarra, el incuestionable artista, el cubano afable y enteramente comprometido con la causa de la Revolución cubana, ha sido ignorado en la mayoría de los libros, ensayos, conferencias y estudios sobre arte cubano contemporáneo. Ante esas inconcebibles circunstancias el también prolífico ceramista sostuvo su creación con la más solemne dignidad ética. Se consideraba ‘el tipo equivocado, pues soy un político que se dedicó al arte’. Igualmente olvidado fue por quienes tuvieron en sus manos decidir, durante varios años, que se le entregara el merecidísimo Premio Nacional de Artes Plásticas, el cual debió honrarlo en vida. Y con esa particular modestia que lo caracterizaba me dijo unos meses antes de morir: ‘Tal vez aun no lo merezco’.
“Para algunos, la trayectoria de Delarra se resume en el calificativo de que fue un cronista de la Revolución cubana. Sin menospreciar semejante honor para cualquier artista, pienso que esa frase no está completa y elude el magisterio que caracterizó la obra toda de quien trabajó sus esculturas casi al punto de la perfección hiperrealista, lo cual, por sí solo constituye una envidiable cualidad. Ni siquiera en el Museo Nacional de Bellas Artes existe una sola pieza -ni en pintura, dibujo, escultura o cerámica- de Delarra”.
Para Rivas, los trabajos pictóricos de José Delarra resumen un estudio vigoroso de las luces y las texturas y asumen la superposición de técnicas y estilos, cercanos al abstraccionismo, pero sin asumirlo, en tanto el artista se erige en la apreciación del gesto y su conducción en un conjunto donde la observación, el entendimiento y el disfrute del arte forman parte de un mismo elemento.

Hasta el último de sus días no fue José un absoluto. Totalizar su producción o asociar sus esculturas con el realismo socialista indica un desconocimiento del trabajo inmerso en cada una de ellas, en la dedicación de un artista desprejuiciado que no fue ajeno al peso de dogmas sobre la creación y, aún con ello, sorteó varios escoyos con la fuerza indeleble de su creatividad, talento y dedicación.
Como explica acertadamente Rivas:
“Al evadir la línea clásica como solución definitiva, tanto en sus esculturas como en el resto de sus iconografías, corroboraba que también podía hacer trascender su quehacer plástico mediante la concordancia de aquella con la figuración, la abstracción y el surrealismo. Demostraba, así, que el arte -como fantasía del hombre- no es más que el alma misma de la realidad, de la armonía o desavenencia del hombre con su época, con su entorno, con el mundo que le rodea”.