Un autodidacta barroco y las estampas de la ciudad

Un autodidacta barroco y las estampas de la ciudad

La metáfora del árbol y el bosque constituye un auxilio relevante para revelar cuando una situación excede o rebasa los puntos comunes que a priori se les concede, en tanto forma parte de un conjunto mayor y más significativo. “Estás viendo el árbol y no el bosque”, se suele decir con unos u otros matices.

René Portocarrero es uno de los pintores cubanos más importantes. Su recorrido artístico lustró de esencias obras propias engalanadas compuestas por una visualidad exclusiva y exuberante. Quien hacia 1926 matriculó dibujo elemental en la Escuela Nacional de Bellas Artes de San Alejandro, tuvo la posibilidad de exhibir un paisaje de su autoría en el Salón de Bellas Artes de la Asociación de Pintores y Escultores de La Habana con tan solo once años y en calidad de aficionado.

Los paisajes y la naturaleza fueron uno de los intereses primarios y consustanciales en la pintura de Portocarrero. Las floras, mujeres, tradiciones, fiestas populares y La Habana también complementaron las vertientes de su trayectoria, impulsada en de forma primigenia en los circuitos artísticos durante la década de 1930 tras su participación en el Lyceum de La Habana y la Exposición Nacional de Pintura y Escultura.

René, amigo de la curiosidad y la representación también desarrolló aptitudes en la escultura y laboró como diseñador escénico, ceramista, muralista e ilustrador de libros, desde creaciones suyas como Las Máscaras (1935) y El sueño (1939) la colaboración con revistas (Orígenes, Verbum, Espuela de Plata).

“Pinto desde muy temprana edad. Y cuando no sabía caminar, según cuentan mis mayores, me gustaba fijarme con raro detenimiento en el paisaje de los abanicos… Después, claro está, he seguido pintando: en la soledad, en la pasión, y sin recibir predicaciones académicas”, expresó en una entrevista.

La escultura también aupó un espacio en su vida de Portocarrero. De igual modo los murales se convirtieron en otra muestra representativa de la creación de este artista.

Visto desde los años 40 y 50, los trabajos de René se orientaron hacia la ciudad desde locaciones específicas y luego hacia todo transformado en plano arquitectónico. Sobre el recorrido a las estampas citadinas, el poeta y escritor José Lezama Lima expuso:

“En esas plazas la opulencia de color de Portocarrero luce toda la magnificencia de su plenitud. La pizarra roja de los techos, al lado de los azules en las profundidades de cada curva de piedra. En lo alto de columnas lucen sagrarios de estalactitas que descomponen la luz en volantes colores, sueltos como espirales por la plaza abierta. Las columnas independizadas de sus conjuntos lucen en su remate casetas con cruces bizantinas, parecen ermitas vacías en espera de extraños visitadores”.

“Su color es dedicado y triste y su esquematismo, mera sugerencia de una ciudad despersonalizada”, afirmó la investigadora Adelaida de Juan, quien añadió en referencia a los trabajos posteriores:

“En la década del sesenta resurge la exuberancia inicial de la línea y del color, pero ya no ceñida al Cerro sino en un despliegue total del color, gran síntesis de edificios, calles, estatuas y, sobre todo, la atmósfera misma de una ciudad reencontrada por el pintor.

“En esa misma época, Portocarrero presenta prolongadas series de flores, de grueso empaste y rico colorido, que pasarán, como elemento integrado a composiciones más complejas como son las Cabezas ornamentadas, a las Floras y al mural de mosaicos del palacio de la revolución, donde flores, cabezas y caracoles se funden en una visión panorámica y poética de nuestra isla”.

Los críticos han valorado su estilo como barroco por las composiciones múltiples y su ornamentación. La conjunción de elementos, no obstante, persiste en una distribución afín a las series organizadas de los conjuntos. Muestra de ello se apreció en la exposición Color de Cuba, integrada por figuras de carnaval, mujeres ornamentadas e imágenes religiosas de la santería cubana.

Con respecto a esa esencia, Alejo Carpentier expresó:

“René Portocarrero ha ido, con mano segura, al principio de las cosas, entendiendo que antes de lo reflejado, de lo alumbrado, estaban los elementos de un barroquismo en perpetuo acontecer, tan presente en el edificio colonial de patios profundos, en el entablamiento anaranjado por un crepúsculo, como en lo viviente y afanoso. Pero no se trataba, para él, de representar, sino de transcribir.

“Y así se fueron edificando sus pasmosas ciudades-síntesis, coronadas de torres, campanarios, cúpulas y galerías, habitadas por estatuas de próceres, rotas por callejas y pasadizos, horadadas de ojivas, cristalerías, ventanales y ojos de buey, que constituyen una interpretación trascendental, única en su género, del barroquismo cubano y, por ende, válido para ‘muchos barroquismos latinoamericanos”.

Dicho acercamiento, como es usual, fue desarrollándose en la cosmovisión del artista y en sus aproximaciones al hecho artístico. Un joven Portocarrero hacía estas declaraciones: “Para el pintor no creo que debe existir ninguna razón que lo ate a pensamientos o consideraciones analíticas sobre su producción anterior. Al artista no debe preocuparle, en lo absoluto, la trayectoria ni siquiera la proyección hacia adentro, pretérita en el tiempo de sus inquietudes creadoras, porque como todos sabemos, la creación -función del artista- es un perenne devenir, reconocimiento y recreación absoluta en las cosas y pensamientos de cada día”.

Tras 1959, así conformaba su visión sobre el desarrollo de la creación pictórica: «(…) nuestra pintura se convirtió en algo más vital. Cuando llegó la Revolución yo tenía un momento de transición (…) se produce en mí un grado de emotividad que me hace crear, honestamente lo digo, lo mejor de mi obra.

“Nosotros nos tendemos hacia una [pintura] cubana de proyección universal. Creo que todo lo que es autóctono, expresivo y auténtico, con esas bondades, se produce el verdadero universalismo”.

Su desarrollo conceptual quedó materializado en múltiples escenarios. Los reconocimientos constataron un valor que no por conocido perdió relevancia. Puntos clave en su vida hay muchos. La amistad con Lezama, la relación con Raúl Milián, la impronta en las artes plásticas y el recorrido artístico ofrecen evidencias del bosque prolífico en el cual transcurrió la existencia de René Portocarrero, un autodidacta barroco.

Lázaro Hernández Rey